Serafín Migadepan
Serafín Migadepán era muy bueno.
Parecía que no podía ser tan bueno.
Nunca hacía ruido. Ayudaba a las ancianas a cruzar la calle. Bebía zumo de ciruelas porque era sano y se lavaba por lo menos dos veces al día sin que nadie tuviese que decírselo. Su cuarto estaba siempre ordenado y en el colegio sus profesores pensaban que era maravilloso.
-Serafín es un angelito, ¿verdad? -decía su mamá.
Las madres de los otros niños respondían:
-Sí, un angelito.
Pero en secreto pensaban: "Este niño es un repipi".
Un día, a Serafín empezó a dolerle la espalda. Bueno, por el momento era sólo un picor. Intentó rascarse, pero no alcanzaba con la mano.
A la hora de acostarse, dio las buenas noches a su madre y a su padre y se dirigió a su habitación. Mientras se ponía el pijama, vio sus hombros reflejados en el espejo. ¡Tenía dos grandes bultos rojos!
Aquella noche no consiguió dormir más que acostado boca abajo y a la mañana siguiente su pijama le resultaba demasiado estrecho. Se miró de nuevo en el espejo y vio que le habían crecido ¡dos pequeñas alas!
La cosa fue a peor. Mientras se lavaba los dientes (cepillando de arriba abajo, naturalmente, no hacia los lados) una luz deslumbrante centelleó sobre su cabeza y tomó la forma de una aureola. Serafín se estaba convirtiendo en un ángel.
¡Pobre Serafín! Las alas abultaban debajo del jersey y la aureola le producía dolores de cabeza.
"No quiero ser un ángel", pensaba. "Pareceré una niña paseándome por ahí con un vestidito blanco. Ahora ya no me quieren mucho. Cuando me haya convertido en un ángel con alas y todo, nadie me dirigirá la palabra."
Se puso la cazadora para disimular las alas y estiró bien la capucha para esconder la aureola.
Pero cuando entregó los deberes (a su tiempo debido, como de costumbre), sintió que sus alas crecían y largas plumas blancas se asomaban por debajo de su cazadora. Sólo había una solución para no convertirse en un ángel: hacer algo realmente malo, cuanto más malo, mejor.
-Serafín, querido, quítate la cazadora -dijo la profesora, al tiempo que dirigía una tierna sonrisa a su alumno predilecto.
Serafín carraspeó nerviosamente.
-No -dijo.
La profesora no podía dar crédito a lo que oía.
-¡Serafín! -dijo con firmeza- ¡Quítate la cazadora!
-¡Ni hablar! ¡No me da la gana! ¡Y usted, vieja estúpida, no puede obligarme! -gritó con una mueca de burla.
Al instante, una pluma se desprendió de sus alas.
-¡SERAFIN!
Se ciñó la cazadora y se fue corriendo de la clase y del colegio, hasta la calle. Se paró delante del cuartel de los bomberos y con una tiza dibujó en el muro una caricatura de su maestra. Debajo escribió: "Ser malo es maravilloso" y "La maldad es estupenda". Cuando se fue a la calle de las tiendas, dejó tras sí tantas plumas blancas que se hubiera podido llenar con ellas una almohada.
Aquello no le gustaba nada. Ser malo resultaba pesadísimo para un angelito como Serafín.
En el supermercado retiró la lata judías que soportaba toda la pila. Desenchufó los aparatos frigoríficos y descongeló todos los pollos. Lanzó un carrito contra un estante de rollos de papel y todos los paquetes de papel higiénico se vinieron abajo sobre los compradores.
-¡Demonio de niño! -gritaron, y el encargado le amenazó con el puño.
Serafín buscó su aureola. Había desaparecido, dejándole una leve impresión de calor en el cogote, que se le quitó tras haber tirado unos cuantos guijarros a los patos del estanque. Después de desinflar los neumáticos de un par de coches, llamar a unos cuantos timbres y quitarle los caramelos a un niño, se dio cuenta de lo mucho que se estaba divirtiendo. Una especie de risa diabólica se le escapó de la garganta al tiempo que sus plumas de ángel se desparramaban como la lluvia.
-¡Tú, diablillo! -gritó un hombre a quien empujó de mala manera.
Pero Serafín se escapó corriendo, dobló la esquina donde había un mendigo pidiendo limosna y al pasar le robó lo que tenía en el platillo.
De regreso a casa, se puso a saltar sobre la cama con las botas puestas, hasta que se rompió. Sacó todos su juguetes... y no los volvió a guardar.
-Prepárame la cena, mamá -exigió-. Ahora mismo.
-¿Te has lavado las manos, querido? -dijo su madre.
-No, y no volveré a lavarme ni a cepillarme los dientes nunca, ni siquiera hacia los lados.
-¡Serafín! -gritó su padre-¿Qué le pasa a este niño, mamá? ¿Está enfermo?
A decir verdad, Serafín no se sentía nada bien. Notaba un dolor espantoso en la frente.
"No puede ser mi aureola", pensó. "¡Si no he hecho nada bueno en todo el día!"
Corrió hasta el cuarto de baño para mirarse en el espejo: tenía dos manchitas rojas encima de las cejas. Sus ojos tenían un extraño color y le dolía el trasero.
A la mañana siguiente, Serafín comprendió: le habían crecido un par de cuernos y tenía un rabo puntiagudo que le llegaba a los pies.
¡Serafín era un diablo!
¡Pobre Serafín! Tendría que volver a ser bueno. Pidió perdón a su madre, devolvió el dinero al mendigo y fue a limpiar el muro del cuartel de los bomberos. Pidió disculpas a su maestra.
-No estaba en mis cabales ayer -dijo.
Ella le preguntó por qué llevaba una venda en la cabeza.
-Me di un golpe en la frente -mintió.
Y el rabo enrollado en su pantalón creció un poquito más.
Tan sólo después de haber sido bueno durante tres días, el rabo y los cuernos desaparecieron, arrastrados por el agua del baño.
Serafín respiró aliviado y se prometió a sí mismo no volver a ser nunca realmente malo. Pero por si las alas o la aureola amenazaban con aparecer de nuevo, decidió cepillarse siempre los dientes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, en vez de arriba abajo, como le habían dicho que tenía que hacer.
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