lunes, 24 de noviembre de 2014

La gallinita roja

La gallinita roja

Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó 




que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita. 

Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.
-¿Quién me ayudará a segar el trigo? preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.
Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:
-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.

Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.

Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos.

La sirenita

La sirenita

Había una vez...
...Un hermoso lugar, en lo más profundo de los mares donde el agua es pura y transparente como el cristal, y en ella abundan las plantas, las flores y los peces de formas extraordinarias.
Allí existía un esplendoroso palacio que pertenecía al Rey de los Mares.  Estaba realizado de coral y de caracolas y adornado con perlas de todos tamaños, estrellas y esponjas, y allí vivía el rey junto con sus seis lindas hijitas.
Sirenita, la más joven, además de ser la más bella, poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusa al oírla dejaban de flotar. La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas. "¡Oh!, ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!" "Todavía eres demasiado joven". Respondió la madre. "Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para salir a la superficie, como a tus hermanas".

Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín ornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada. Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor. "¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres, Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!" Apenas su padre terminó de hablar, Sirenita le diò un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera.
Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer . El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida. "¡Qué hermoso es todo!" exclamó feliz, dando palmadas. Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. 


"¡Cómo me gustaría hablar con ellos!". Pensó.
Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: "¡Jamás seré como ellos!". A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: "¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!". La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón. La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. Sirenita se dio cuenta enseguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida. "¡Cuidado! ¡El mar...!" En vano Sirenita gritó y gritó.
Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe lo tuvo en sus brazos. El joven estaba inconsciente, mientras Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura.
Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo. Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar. "¡Corred! ¡Corred!" gritaba una dama de forma atolondrada. "¡Hay un hombre en la playa!" "¡Está vivo! ¡Pobrecito! ¡Ha sido la tormenta...! ¡ Llevémosle al castillo!" "¡No!¡No! Es mejor pedir ayuda..." La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas. "¡Gracias por haberme salvado!" Le susurró a la bella desconocida. Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella y no la otra, quién lo había salvado. Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos! Cuando llegó a la mansión paterna, Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en su garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos.

Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, Sirenita, nunca podría casarse con un hombre. Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla. "¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor." "¡No me importa" respondió Sirenita con lágrimas en los ojos, "a condición de que pueda volver con él!" "¡No he terminado todavía!" dijo la vieja." Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola. "¡Acepto!" dijo por último Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído. "No temas" le dijo de repente,"estás a salvo. ¿De dónde vienes?" Pero Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle. "Te llevaré al castillo y te curaré."

Durante los días siguientes, para Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio. Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa. Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de Sirenita. La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro.
Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo. Al caer la noche, Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar.
Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas: "¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo  y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas." Como en un sueño, Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.
Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas: "¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!" "¿Quienes sois?" murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz "¿Dónde estáis?" "Estas con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos." Sirenita , conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban: "¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras!  Tenemos mucho trabajo. ¿Quieres ayudarnos?
-¡Claro que quiero! -gritó con alborozo la sirenita.
Y calmada, contenta, ligera, se lanzó en seguimiento de las hijas del aire.

El sastrecillo valiente

El sastrecillo valiente



No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba:
—¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:
—¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:
—Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.
La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
—¡Vaya! —exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. «Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»
Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.
—¡Eh, quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
«¡De lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia. «La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.

«¡Qué digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!»
Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.
Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.
El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:
—¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
El gigante lo miró con desprecio y dijo:
—¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!
—¿Ah, sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!
El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.
—¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!
—¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!
Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
—¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
—Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
—Un buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás —y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
—¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
—Tirar, sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
—Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .
En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.
El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
—¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
—¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:
—¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
—No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:
—Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller.»
El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.
El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
—¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.
Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
—Justamente he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.
Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
—¿En qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.
—No estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución.
Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
«¡No está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que contestó:
—Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
—Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
 Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:
—¿Por qué me pegas?
—Estás soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.
Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
—¿Qué significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras?
—Yo no te he tirado nada —gruñó el primero.
Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante.
—¡Esto ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito.
«Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos.»
Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:
 —Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!
—¿Y no estás herido? —preguntaron los jinetes.
—No piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado.
Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.
El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
—Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.
—Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.
—Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito.
Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
«¡Ya cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.
—¡No faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños!
Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.
Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
 El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al trono».
 Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.





Buen humor

Buen humor

Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.
Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».
Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y aserrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero vengan conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.
Ya estamos en el cementerio.
Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal -hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada-, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante.
-Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche.
Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas.
Descansa aquí -¡esto sí que es triste!-, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno - pues de otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.
Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio... Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertitos e impotentes hasta que resucitan, nuevitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».

Barba Azul

Barba azul







Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él.
Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas.
Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto.


En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio.
Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien.
-Éstas son -le dijo- las llaves de los dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohibo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal suerte que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera.


Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale de viaje.
Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba miedo.
Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo.
Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces.
Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que había degollado una tras otra). Creyó que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de las manos.
Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba.
Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro.
Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado.
-¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?
-Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó.
-No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul.
Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave.
Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:
-¿Por qué tiene sangre esta llave?
-No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.
-No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto.
Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo.
-Ya que he de morir -le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un momento más.
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa.
u hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre aflígida le gritaba de cuando en cuando:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana le respondía:
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:
-¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!
-Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
-¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por ti!
-Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de aquel lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas.
-¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul.
-Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento después-. Son mis hermanos; estoy hacíéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada.
-Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir.
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza.
La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse.
- No, no -dijo-, encomiéndate a Dios.
Y, levantando el brazo...
En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto.
La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.


domingo, 23 de noviembre de 2014

Ali Babà y los 40 ladrones

Ali Babà y los 40 ladrones



Alí Babá era un pobre leñador que vivía con su esposa en un pequeño pueblecito dentro de las montañas, allí trabajaba muy duro cortando gigantescos árboles para vender la leña en el mercado del pueblo.

Un día que Alí Babá se disponía a adentrarse en el bosque escuchó a lo lejos el relinchar de unos caballos, y temiendo que fueran leñadores de otro poblado que se introducían en el bosque para cortar la leña, cruzó la arboleda hasta llegar a la parte más alta de la colina.

Una vez allí Alí Babá dejó de escuchar a los caballos y cuando vio como el sol se estaba ocultando ya bajo las montañas, se acordó de que tenía que cortar suficientes árboles para llevarlos al centro del poblado. Así que afiló su enorme hacha y se dispuso a cortar el árbol más grande que había, cuando este empezó a tambalearse por el viento, el leñador se apartó para que no le cayera encima, descuidando que estaba al borde de un precipicio dio un traspiés y resbaló ochenta metros colina abajo hasta que fue a golpearse con unas rocas y perdió el conocimiento.
Cuando se despertó estaba amaneciendo, Alí Babá estaba tan mareado que no sabía ni donde estaba, se levantó como pudo y vio el enorme tronco del árbol hecho pedazos entre unas rocas, justo donde terminaba el sendero que atravesaba toda la colina, así que buscó su cesto y se fue a recoger los trozos de leña.
Cuando tenía el fardo casi lleno, escuchó como una multitud de caballos galopaban justo hacia donde él se encontraba ¡Los leñadores! - pensó y se escondió entre las rocas.
Al cabo de unos minutos, cuarenta hombres a caballo pasaron a galope frente a Alí Babá, pero no le vieron, pues este se había asegurado de esconderse muy bien, para poder observarlos. Oculto entre las piedras y los restos del tronco del árbol, pudo ver como a unos solos pies de distancia, uno de los hombres se bajaba del caballo y gritaba: ¡Ábrete, Sésamo!- acto seguido, la colina empezaba a temblar y entre los grandes bloques de piedra que se encontraban bordeando el acantilado, uno de ellos era absorbido por la colina, dejando un hueco oscuro y de grandes dimensiones por el que se introducían los demás hombres, con el primero a la cabeza.
Al cabo de un rato, Alí Babá se acercó al hueco en la montaña pero cuando se disponía a entrar escuchó voces en el interior y tuvo que esconderse de nuevo entre las ramas de unos arbustos. Los cuarenta hombres salieron del interior de la colina y empezaron a descargar los sacos que llevaban a los lomos de sus caballos, uno a uno fueron entrando de nuevo en la colina, mientras Alí Babá observaba extrañado.
El hombre que entraba el último, era el más alto de todos y llevaba un saco gigante atado con cuerdas a los hombros, al pasar junto a las piedras que se encontraban en la entrada, una de ellas hizo tropezar al misterioso hombre que resbaló y su fardo se abrió en el suelo, pudiendo Alí Babá descubrir su contenido: Miles de monedas de oro que relucían como estrellas, joyas de todos los colores, estatuas de plata y algún que otro collar... ¡Era un botín de ladrón! Ni más ni menos que ¡Cuarenta ladrones!.
El hombre recogió todo lo que se había desperdigado por el suelo y entró apresurado a la cueva, pasado el tiempo, todos habían salido, y uno de ellos dijo ¡Ciérrate Sésamo!
Alí Babá no lo pensó dos veces, aún se respiraba el polvo que habían levantado los caballos de los ladrones al galopar cuando este se encontraba frente a la entrada oculta de la guarida de los ladrones. ¡Ábrete Sésamo! Dijo impaciente, una y otra vez hasta que la grieta se vio ante los ojos del leñador, que tenía el cesto de la leña en la mano y se imaginaba ya tocando el oro del interior con sus manos
Una vez dentro, Alí Babá tanteó como pudo el interior de la cueva, pues a medida que se adentraba en el orificio, la luz del exterior disminuía y avanzar suponía un gran esfuerzo.
Tras un buen rato caminando a oscuras, con mucha calma pues al andar sus piernas se enterraban hasta las rodillas entre la grava del suelo, de pronto Alí Babá llegó al final de la cueva, tocando las paredes, se dio cuenta que había perdido la orientación y no sabía escapar de allí.

Se sentó en una de las piedras decidido a esperar a los ladrones, para poder conocer el camino de regreso, decepcionado porque no había encontrado nada de oro, se acomodó tras las rocas y se quedó adormilado.
Mientras tanto, uno de los ladrones entraba a la cueva refunfuñando y malhumorado, pues cuando había partido a robar un nuevo botín se dio cuenta de que había olvidando su saco y tuvo que galopar de vuelta para recuperarlo, en poco tiempo se encontró al final de la sala, pues además de conocer al dedillo el terreno, el ladón llevaba una antorcha que iluminaba toda la cueva.
Cuando llegó al lugar en el que Alí Babá dormía, el ladrón se puso a rebuscar entre las montañas de oro algún saco para llevarse, y con el ruido Alí Babá se despertó.
Tuvo que restregarse varias veces los ojos ya que no cabía en el asombro al ver las grandes montañas de oro que allí se encontraban, no era gravilla lo que había estado pisando sino piezas de oro, rubíes, diamantes y otros tipos de piedras de gran valor. Se mantuvo escondido un rato mientras el ladrón rebuscaba su saco y cuando lo encontró, con mucho cuidado de no hacer ruido se pegó a este para salir detrás de él sin que se enterase, dejando una buena distancia para que no fuera descubierto, pudiendo así aprovechar la luz de la antorcha del bandido.
Cuando se aproximaban a la salida, el ladrón se detuvo, escuchó nervioso el jaleo que venía de la parte exterior de la cueva y apagó la antorcha. Entonces Alí Babá se quedó inmóvil sin saber qué hacer, quería ir a su casa a por cestos para llenarlos de oro antes de que los ladrones volvieran, pero no se atrevía a salir de la cueva ya que fuera se escuchaba una enorme discusión, así que se escondió y esperó a que se hiciera de noche. No habían pasado ni unas horas cuando escuchó unas voces que venían desde fuera "¡Aquí la guardia!" - ¡Era la guardia del reino! Estaban fuera arrestando a los ladrones, y al parecer lo habían conseguido, porque se escucharon los galopes de los caballos que se alejaban en dirección a la ciudad.
Pero Alí babá se preguntaba si el ladrón que estaba con él había sido también arrestado ya que aunque la entrada de la cueva había permanecido cerrada, no había escuchado moverse al bandido en ningún momento. Con mucha calma, fue caminando hacia la salida y susurró ¡Ábrete Sésamo! Y escapó de allí.
Cuando se encontró en su casa, su mujer estaba muy preocupada, Alí Babá llevaba dos días sin aparecer por casa y en todo el poblado corría el rumor de una banda de ladrones muy peligrosos que asaltaban los pueblos de la zona, temiendo por Alí Babá, su mujer había ido a buscar al hermano de Alí Babá, un hombre poderoso, muy rico y malvado que vivía en las afueras del poblado en una granja que ocupaba el doble que el poblado de Alí Babá. El hermano, que se llamaba Semes, estaba enamorado de la mujer de Alí Babá y había visto la oportunidad de llevarla a su granja ya que este aunque rico, era muy antipático y no había encontrado en el reino mujer que le quisiera.
Cuando Alí Babá apareció, el hermano, viendo en peligro su oportunidad de casarse con la mujer de este, agarró a su hermano del chaleco y lo encerró en el almacén que tenían en la entrada de la vivienda, donde guardaban la leña. Allí Alí Babá le contó lo que había sucedido, y el hermano, aunque ya era rico, no podía perder la oportunidad de aumentar su fortuna, así que partió en su calesa a la montaña que Alí Babá le había indicado, sin saber, que la guardia real estaba al acecho en esa colina, pues les faltaba un ladrón aún por arrestar y esperaban que saliese de la cueva para capturarlo.
Sin detenerse un instante, Semes se colocó frente a la cueva y dijo las palabras que Alí Babá le había contado, al instante, mientras la puerta se abría, la guardia se abalanzó sobre Semes gritando "¡Al ladrón!" y lo capturó sin contemplaciones, aunque Semes intentó explicarles porque estaba allí, estos no le creyeron porque estaban convencidos de que el último ladrón sabiendo que sus compañeros estaban presos, inventaría cualquier cosa para poder disfrutar él solo del botín, así que se lo llevaron al reino para meterle en la celda con el resto de ladrones.
Al día siguiente Alí Babá consiguió salir de su encierro, y fue en busca de su mujer, le contó toda la historia y esta entusiasmada por el oro pero a la vez asustada acompañó a Alí Babá a la cueva, cogieron un buen puñado de oro, con el que compraron un centenar de caballos, y los llevaron a la casa de su hermano, allí durante varios días se dedicaron a trasladar el oro de la cueva al interior de la casa, y una vez habían vaciado casi por completo el contenido de la cueva, teniendo en cuenta que su hermano estaba preso y que uno de los ladrones estaba aún libre se pusieron a buscarlo. Tardaron varios días en dar con él, ya que se había escondido en el bosque para que no le encontraran los guardias, pero Alí Babá conocía muy bien el bosque, y le tendió una trampa para cogerle. Así que lo ató al caballo y lo llevo al reino, donde lo entregó a cambio de que soltaran a su hermano, este, enfadado con Alí Babá por haberle vencido cogió un caballo y se marchó del reino.
Alí Babá ahora estaba en una casa con cien caballos, que le servirán para vivir felizmente con su mujer, y decidió asegurarse de que los ladrones jamás intentasen robarle su tesoro, así que repartió su fortuna en muchos sacos pequeños y le dio un saquito a cada uno de los habitantes del pueblo, que se lo agradecieron enormemente porque así iban a poder mejorar sus casas, comprar animales y comer en abundancia.
Así fue como Alí Babá le robó el oro a un grupo de ladrones que atemorizaban su poblado, repartió sus riquezas con el resto de habitantes y echó a su malvado hermano del pueblo, pudiendo dedicarse por entero a sus caballos y no teniendo que trabajar más vendiendo leña.
Se dice hoy que cuando Alí Babá sacó todo el oro de la cueva, esta se cerró y no se pudo volver a abrir.

Florecilla silvestre

Florecilla Silvestre
El payasito Elarhú, una tarde mientras se daba el espectaculo del circo recordó a Florecilla Silvestre, aquella flor que por su blancura, una mañana de abril le había deslumbrado.
Florecilla Silvestre
Era sabado cuando Elarhú al sentirse solo, triste y aburrido, empezó a andar sin rumbo alguno. De pronto se encontró en el campo y ¿oh sorpresa!, en medio de tanta hierba vió que asomaban los pétalos muy blancos de una flor.
¡Qúe linda es! se dijo, hay tantas hierbas a su alrededor que no le dejan lucir su belleza y hasta está desvanecida. Y ¡claro! como no va a estar así, si estas hierbas la están asfixiando.
Elarhú de inmediato empezó a quitar las hierbas más próximas de aquella flor en su deseo de reanimala. Pero eso no bastaba, Florecilla necesitaba
algo más. Ya sé, se dijo Elarhú, le daré mi aliento y empezó a soplarle despacito y con mucha suavidad, pero Florecilla seguía desvanecida.
¡Necesita agua! pensó Elarhú tenía con é una cantimplora, no lo dudó un instante y la regó. Pero, ¿que pasó?, el agua no llego a Florecilla.
Florecilla Silvestre
¡Que torpe soy! se dijo Elarhú.
Debí quitar más hierbas, tener más paciencia y realmente regarla. No debí vaciar el agua de un sopetón, ¡ Qué pena! ya no me queda ni una gota.
Muy preocupado al ver que florecilla no se reanimaba, pensó ¿qué podría hacer? En eso, el payasito Elarhú, recordó como hacía reir a las personas que asistían al circo y le ofreció a Florecilla todo un espectáculo. Florecilla Silvestre ( como la bautizó Elarhú) pore ese gesto que tuvo el payasito le obsequió
una linda sonrisa y una mirada muy tierna.
¡Necesitas que te cuiden! dijo Elarhú a Florecilla Silvestre. Luego agregó: -No te prometo nada, tengo tanto trabajo en el circo, pero tu necesitas que te cuiden.
Vendré a verte a mitad de semana y traeré abundante agua para regarte.
Así lo hizo Elarhú, el día miércoles estaba ya de regreso.
Florecilla Silvestre
-¡ Florecilla Silvestre!, ¡ Florecilla Silvestre! gritaba el payasito conforme se iba acercando a ella.
Florecilla al verlo se alegró mucho. El payasito Elarhú para expresarle su cariño, frotó su naricita en los pétalos de Florecilla Silvestre y esta vez la regó con mucho cuidado.
¡Qué tiempo haría que a Florecilla Silvestre nadie la regaba! que de inmediato absorbió todo el agua y se puso muy pero muy bonita.
-¡ Que bella estás Florecilla Silvestre! le dijo el payasito Elarhú, tus pétalos están sonrosados y brilantes.
Florecilla Silvestre
-¡Mírate! dijo Elarhú a Florecilla Silvestre al verse tan linda exclamó:
-Gracias por ponerme bonita Elarhú.
-Tu eres muy bella, Florecilla le dijo el payasito. Lo único que necesitas es que cuiden y yo te cuidaré.
Así lo hizo el payasito Elarhú, cada mitad de semana iba a verla a Florecilla Silvestre, frotaba su naricita en sus pétalos, la regaba con sumo cuidado y no permitía que crezcan hierbas a su alrededor. Florecilla le agradecía envolviéndolo con su fragancioso aroma, lo cual halagaba mucho a Elarhú.
Y así fueron pasando una y otra semana; uno y otro mes. Florecilla Silvestre ya se había acostumbrado a los cuidados del payasito Elarhú y a la forma tan peculiar con él le expresaba su cariño, que al llegar a media semana ya se ponía impaciente a experarlo.
Pero un miércoles, que debería Elarhú irla a vez, no apareció. Florecilla se puso muy triste.
¿Le habrá pasado algo? pensó y aguardó toda la semana con angustia y melancolía. Ya finalizando la semana y al vez que Elarhú no aparecía, su pena fue tan, pero tan profunda, que de sus bellos ojos escaparon dos gruesas gotas de lágrimas.
De pronto escuchó:
-¡Florecilla Silvestre!, ¡Florecilla Silvestre!
Era la voz inconfundible del payasito Elarhú.
Florecilla se alegró tanto que hasta dio un brinco su corazón. Efectivamente era el payasito Elarhú, pero estaba tan diferente, como si quisiera esconder algo que le preocupase. Tenía el maquillaje más acentudado y la naricita muy , pero muy colorada.
Florecilla quiso preguntar a Elarhú por qué estaba tan cambiado y sobre todo por qué tenía la naricita tan colorada.
¿Habrá frotado otros pétalos? pensó Florecilla; pero frefirío quedarse callada y esperó a ver que decía Elarhú.
El payasito empezo a contarle a Florecilla con muchas incoherencias que acabaron por desconcertarla. Elarhú hablaba de una y otra cosa, que se suponía Florecilla debía estar bien informada, sin embargo Elarhú jamás le había contado de todo aquello, y al naturalidad con que lo hacía aumentó más su desconcierto.
Elarhú no frotó su naricita como otras veces y ni se preocupó por echarle agua a Florecilla, por lo que esta le preguntó:
- Elarhú ¿trajiste agua?
- Si, por supuesto, contestó Elarhú, Ahora te riego.
Pero Elarhú solo estaba físicamente allí, sus pensamientos estaban en otro lado. Cogió su cantimplora y vació de golpe el agua. Y como estaba tan, pero tan distraido, el agua fue a dar a un costado. Parecía la primera vez, cuando a Florecilla no le cayó ni una gota de agua. Elarhú ni reparó en ello y se despidió de Florecilla
Florecilla sintió en esa despedida, un adiós para siempre.
Y realmente no se equivocó, Elarhú nunca más apareció por esos campos.
Florecilla Silvestre quedó muy apenada, no entendía ni cómo ni por qué Elarhú se había marchado. Su tristeza era tanta que su pétalos empezaron a marchitarse y las hierbas cada vez se multiplicaban más a su alrededor. Así fue pasando el tiempo y Florecilla parecía que de melancolía se iba a morir.
Un mañana que parecía era el fin de Florecilla pues se había desvanecido por completo, vio a su lado que había una pequeña flor.
Florecilla Silvestre
Un botoncito muy tierno asomaba a la tierra muy cerca de ella. Esto la reanimó de inmediato y volvío su corazón a alegrase y sus pétalos a relucir su belleza. Florecilla Silvestre no estaba sola, tenía un retoñito a quien cuidar y por ese botoncito ella vive alegre como ninguna Florecilla del campo lo fue jamás.

Gobolino, el gato embrujado

Gobolino, el gato embrujado
Una tenebrosa noche de invierno, dos gatitos salieron de la cueva en que habían nacido. Era la primera vez que se atrevían a hacerlo. Estaba tan oscuro que Gobolino apenas podía ver a Salima, su hermana gemela, que era tan negra como la misma noche.
-¿Qué quieres ser cuando te hagas mayor? -le preguntó Gobolino.
Gabolino el gato embrujado
-Seré una gata embrujada como mamá -contestó Salima- Aprenderé magia, montaré en una escoba y convertiré los ratones en ranas y las ranas en lagartijas. Volaré en el viento de la noche con los murciélagos y los buhos, gritando \Miiauuuu\ Y todos dirán: "Allá va Salima, la gata embrujada".
Gobolino se quedó callado y al cabo de un buen rato dijo:

-Yo seré un gato faldero. Me tumbaré junto al fuego con las patas encogidas y me pondré a ronronear. Cuando los niños de la casa vuelvan del colegio, me tirarán de las orejas y me harán cosquillas. Cuidaré la casa, cazaré ratones y vigilaré al bebé. Y... __    después que todos los niños se hayan ido a la cama, me subiré a la falda de la madre. ¡Me llamarán Gobolino, el gato faldero!
-¿.Es que no prefieres ser malo?
-No -contestó Gobolino-. Seré bueno para que la gente me quiera. Nadie desea tener gatos embrujados.
En ese momento, un rayo de luna iluminó a los gatitos. Salima exclamó, arqueando el lomo:
-¡Hermano! ¡Tienes una pata blanca!
Gabolino el gatito embrujado
Todo el mundo sabe que los gatitos embrujados son negros de pies a cabeza y que tienen los ojos muy verdes. En la cueva, que era muy oscura, nadie había notado que Gobolino tenía una patita blanca. Y para colmo de males sus ojos eran ¡azules!
Salima entró corriendo en la cueva.
-¡Mamá! Gobolino tiene un calcetín blanco y ojos azules. ¡Y quiere ser un gato faldero!

Su madre salió a la puerta de la cueva, seguida de la bruja. Golpearon a Gobolino, le tiraron de las orejas y de la cola, y lo arrojaron al rincón más negro y húmedo de la cueva, donde vivían los sapos.
Más tarde, oyó que la bruja decía a su madre:
-Salima será una buena gata embrujada. ¿Pero qué podemos hacer con Gobolino?
Cuando salió la luna, la bruja y su gata montaron en una escoba, llevando a los dos gatitos en una bolsa. Volaron a tanta velocidad que el pequeño Gobolino, espiando a través de un agujero, vio que las estrellas pasaban zumbando, como una lluvia de diamantes. Se mareó al intentar mirar hacia abajo. Salima maullaba de alegría, pero Gobolino derramaba lágrimas de terror sobre su patita blanca.
-¡Basta, por favor! ¡Quiero parar! ¡Por favor! ¡Por favor!...
Pero nadie le hizo caso.
Por fin, la bruja y su escoba se lanzaron sobre el Monte Huracán. Allí vivía una hechicera vieja y horrible que aceptó hacerse cargo de Salima para enseñarle a ser una gata embrujada.
Salima estaba tan contenta que casi ni se despidió de su hermano. Quería comenzar sus lecciones sobre cómo convertir a las personas en sapos y ranas.
La bruja se negó a aceptar a Gobolino.
-¡Un gato embrujado con una pata blanca! ¡Nadie lo querrá!
Visitaron cincuenta cuevas, pero ninguna de las brujas quiso quedarse con él, porque tenía una pata blanca y ojos azules. Regresaron a casa, y la bruja le dejó otra vez con los sapos.
Por la mañana se despertó y descubrió que estaba solo. La bruja y su madre se habían ido.
-¿Y si no vuelven nunca? ¿Qué puedo hacer?
Entonces tuvo una idea.
-Ahora no tengo que ser un gato embrujado. Me iré a buscar un hogar feliz donde pueda vivir para siempre.
La cueva de la bruja estaba junto a un bosque, cerca de un río. Gobolino se lavó la cara y el cuerpo con mucho cuidado, y echó a andar por los campos hasta perder de vista el bosque. Después de mucho andar llegó a un río
caudaloso. Se quedó mirándolo y, súbitamente, apareció una hermosa trucha saltarina, de color rosado y azul, que nadaba hacia él. Gobolino levantó la pata, temblando de emoción. En ese momento, la trucha lo vio y se alejó / /rápidamente. El gatito dio un zarpazo en el aire, perdió el equilibrio y cayó al río. v Comenzó a nadar como sólo los gatos embrujados pueden hacerlo. Nadó y nadó, hasta llegar a un lugar donde el río atravesaba una granja. Allí, junto a la orilla, unos niños jugaban alegres.
-¡Mira! ¡Mira! -gritaron-. ¡Hay un gatito en el agua!
-¡Se ahogará! -gritó la niña-. ¡Rápido! ¡Sálvalo!
El niño corrió presuroso y con una rama sacó a Gobolino, jadeante.
-¡Qué ojos más azules!
-Tiene tres patas negras...
-¡Y una completamente blanca!
Los niños se llevaron a Gobolino a la granja para enseñárselo a su madre. ¡Allí vio la cocina con la que siempre había soñado! Había cacharros limpísimos en los estantes, un fuego resplandeciente y un niño en la cuna...
"¡Soy un gato muy afortunado!", pensó Gobolino. "Ahora puedo quedarme aquí y ser un gato doméstico para siempre".
La mujer del granjero lo sentó en su falda y le secó la piel con un paño caliente.
-¿De dónde vienes, gatito? ¿Cómo te caíste al río? Podías haberte ahogado.
Gobolino dedicó un miiiauuu muy cariñoso a la mujer.
Una vez estuvo seco, le dio leche caliente. Y cuando ella se fue a ordeñar las vacas, jugó con los niños. Todos los gatos embrujados saben muchos trucos, y, aunque Gobolino quería ser un gato faldero, también los había aprendido. Sacó chispas azules por los bigotes y rojas por la nariz. Tan pronto se hacía invisible, escondiéndose en los lugares más extraños, como reaparecía para divertir a los niños.
En medio de todas estas bromas, llegó el granjero. Mientras cenaba vio los trucos de Gobolino, pero no dijo nada. Envió a los niños a la cama, y el gatito se enroscó en una caja, debajo de la mesa de la cocina.
El fuego se apagó. Gobolino dormía tranquilo, soñando y ronroneando. De repente, unos golpecillos interrumpieron el silencio.
¡Toe! ¡Toe! ¡Toe! ¡Había un duende en la ventana! Gobolino se incorporó susurrando: -¿Quién es?
-¡Déjame entrar, gatito! -pidió el duende.
Gobolino se sentó, mirándole.
-¡Qué cocina más bonita! ¡Y qué platos tan brillantes! ¡Y qué hermosa cuna! ¡Y qué calorcillo tan agradable!... ¡Déjame entrar!
Gobolino no se movió, sin dejar de mirarle. El duende comenzó a golpear la ventana.
-Los gatos falderos sois todos iguales. Mira: tú estás caliente y seguro. ¡Y yo aquí fuera, solo y muerto de frío!
Al oír esto, Gobolino se acordó de lo solo que se había sentido al perderse. Se acercó a la ventana y dijo:
-Puedes entrar a calentarte un rato.
El duende saltó por la ventana y dejó sus huellas sucias en el suelo de la cocina.
-¿Cómo estás? ¿Y tu familia? -preguntó, tirándole de la cola.
-Mi madre se ha ido con mi ama, la
bruja -respondió Gobolino-, y mi hermanita Salima está con una hechicera en el Monte Huracán. No sé cómo están.
El duende se rió.
-¡Ajá! ¿Así que eres un gato embrujado?
-¡Oh, no! Ya no lo soy. ¡Esta tarde empecé a ser un gato doméstico y lo seré por siempre jamás!
El duende lanzó una sonora carcajada e hizo una pirueta. Tiró una labor que había en una silla y enredó la lana en las patas de la mesa.
-¡Ten cuidado! -gritó Gobolino.
El duende entró en la despensa y cerró la puerta. El gatito corría intentando arreglar el desorden, pero no podía. El duende saltó fuera de la despensa. Se había comido la nata.
-¡Bien! Yo me voy. ¡Buenas noches, gatito embrujado! -dijo el duende, saliendo por la ventana.
Gobolino volvió a su caja a dormir. A la mañana siguiente la mujer del granjero descubrió las lanas hechas un lío y también que alguien había robado toda la nata de la despensa. En el suelo había un letrero con estas palabras: ¡GOBOLINO ES UN GATO EMBRUJADO!
-¡Mira qué desastre! -gritó la mujer.
-¡Te lo dije! -contestó el granjero-. Es un gato embrujado y no sirve para nada. ¡Voy a ahogarlo!
Al escuchar las palabras del granjero, Gobolino saltó de su caja y salió zumbando por la puerta de la
cocina. Corrió por el sendero y desapareció montaña arriba.
"Ayer era el gato de una bruja", pensó Gobolino. "Anoche, un gato faldero. Ahora parece que tendré que ser un gato de otra clase. ¿Pero de qué clase?.